¿CÓMO MEJORAR EL NIVEL DE VIDA DE LOS PUEBLOS?
Por Ludwig von Mises
Las ordenaciones laborales promulgadas por los gobiernos, sustancialmente, no hicieron más que dar oficial consagración a los cambios que la rápida evolución de la actividad industrial imparablemente traía consigo (Vid. Págs. 894-899). Para los países que adoptaron con retraso el capitalismo, sin embargo, implantar la aludida legislación implica colmar de obstáculos el progreso de sus propios sistemas de producción; suscítales problemas de la máxima trascendencia. Sugestionados por los erróneos dogmas del intervencionismo, los dirigentes de los países en cuestión imaginan que, para mejorar la condición de las masas indigentes, basta con copiar y promulgar la legislación social de las naciones capitalistas más desarrolladas. Enfocan estas cuestiones cual si tan sólo merecieran ser examinadas desde el equivocadamente titulado "aspecto humano" y prescinden del fondo real del tema.
Es lamentable, desde luego, que, en Asia, millones de tiernos infantes sufran hambre y miseria; que los salarios sean extremadamente bajos comparados con los tipos americanos o europeos occidentales; que la jornada laboral sea larga y las condiciones higiénicas de trabajo deplorables. Pero tan insatisfactorias circunstancias sólo pueden ser modificadas incrementando la cuota de capital. No hay otra salida, si se desea alcanzar permanente mejoría. Las medidas restrictivas propugnadas por sedicentes filántropos son totalmente inoperantes. Y, por tales vías, las condiciones actuales no mejorarán, tenderán a empeorar. Si el cabeza de familia es tan pobre que no puede alimentar suficientemente a sus hijos, vedar a éstos el acceso al trabajo es condenarles a morir de hambre. Si la productividad marginal del trabajo es tan baja que un obrero, mediante una jornada de diez horas, tan sólo puede ganar un salario muy inferior al mínimo americano, en modo alguno se le favorece prohibiéndole trabajar más de ocho horas.
No se trata de si es o no deseable la mejora del bienestar material de los asalariados. Los partidarios de la legislación mal llamada pro laboral desenfocan deliberadamente la cuestión, al limitarse a repetir, una y otra vez, que con jornadas más cortas, salarios reales más altos y liberando a los niños y a la mujer casada de la fatiga laboral se acrecienta el bienestar del asalariado. Faltan conscientemente a la verdad, calumniando a quienes se oponen a la adopción de tales disposiciones, por estimarlas perjudiciales al verdadero interés de los asalariados, el denostarles de "explotadores de los obreros" y "enemigos del pueblo trabajador". Porque la discrepancia no surge en orden a los objetivos perseguidos; brotan las diferencias al lucubrar en torno a cuáles sean los medios más adecuados para alcanzar las metas por todos ambicionadas. La cuestión no estriba en si débase o no incrementar el bienestar de las masas. Centrase exclusivamente en si los decretos y las ordenes del gobernante, imponiendo la reducción de la jornada laboral y prohibiendo el trabajo a hembras y menores, constituye o no vía adecuada para elevar el nivel de vida de los asalariados. He aquí una incógnita, estrictamente cataláctica, que el economista tiene la obligación de despejar. La fraseología de raíz emotiva resulta, desde luego, en este lugar, por entero recusable. Apenas si sirve de cortina de humo para ocultar la incapacidad de farisaicos partidarios de la restricción en su vano intento de oponer réplica convincente a la sólida dialéctica de la ciencia económica.
El hecho de que el nivel de vida del trabajador medio americano sea incomparablemente superior al del obrero chino; que en Estados Unidos sea más corto el horario de trabajo y que los niños vayan a la escuela en vez de a la fábrica no se debe a las leyes ni a la acción del poder público: todo ello obedece simplemente a que hay mucho más capital invertido por cabeza en USA que en China, lo cual da lugar a que la utilidad marginal del trabajo en América resulte notablemente superior a la del territorio amarillo. No es mérito atribuible a la denominada "política social"; es, por el contrario, fruto de la filosofía del laissez faire ayer prevalente, que permitió el desarrollo del capitalismo. A esa misma taumaturgia habrían de recurrir los asiáticos, si en verdad desean mejorar la suerte de sus pueblos.
La pobreza de Asia y de otros países poco desarrollados se debe a las mismas causas que hicieron insatisfactorias las condiciones de los primeros tiempos del capitalismo occidental. Mientras la población aumentaba rápidamente, la interferencia del gobernante no servía más que para demorar la acomodación de los métodos de producción a las necesidades del creciente número de bocas. A los paladines del laissez faire -que los libros de texto de nuestras universidades combaten en razón de su pesimismo, acusándoles de defender las inicuas cadenas del burgués explotador- corresponde, sin embargo, el mérito imperecedero de haber abierto el camino a la libertad económica que elevó el nivel medio de vida a alturas sin precedentes.
En contra de lo que afirman los pensadores denominados "no ortodoxos", partidarios de las dictaduras totalitarias y de la omnipotencia estatal, la economía jamás resulta dogmática. Ni aprueba ni censura las medidas estatales tendentes a restringir el trabajo y la producción. Considera que su deber se limita a anunciar las consecuencias que inexorablemente, en cada caso, han de aflorar. Corresponde al pueblo decidir cuál política seguir. Pero las gentes, al adoptar sus decisiones han de atenerse a las enseñanza de la economía, si desean alcanzar las metas a las que aspiran.
Existen casos, sin duda, en que la implantación de determinadas medidas restrictivas puede justificarse. La prevención de incendios, por ejemplo, exige la adopción de ciertas medidas de índole restrictiva que evidentemente elevan los costos. La correspondiente menor producción constituye gasto que evita perjuicios mayores. Cuando se trata de implantar una medida restrictiva, resulta obligado ponderar, con máxima cautela, el montante del costo y el del beneficio correspondiente. Nadie, en su sano juicio, puede desatender tal principio.
(Ludwig von MISES. La Acción Humana. Tratado de Economía. Tercera edición revisada. Unión Editorial S.A., Madrid, 1980, págs. 1080-1082)