Orígenes de la autoridad gubernamental

Por DEAN RUSSELL

¿De dónde saca el gobierno la autoridad para

hacer tantas cosas que ninguna persona

y ningún grupo tienen derecho a hacer?

LA AUTORIDAD del gobierno viene del pueblo o de alguna fuente que está más allá del pueblo y por sobre él. Este aserto es, por supuesto, un simple truismo. Pero, como se verá, hay implicancias en este truismo que la generalidad no entiende.

Para enfocar esta cuestión, comencemos por una breve comparación de las diferencias primarias entre el concepto antiguo y el moderno de los orígenes de la autoridad gubernamental. Hablando en general, el concepto antiguo era, con pocas excepciones, que la autoridad del gobierno provenía de una fuente situada más allá del pueblo y por encima de él. Con frecuencia el origen era el derecho hereditario; el rey gobernaba porque era el hijo del rey anterior. A veces, el origen era la conquista: la fuerza crea el derecho. A menudo, el gobernante citaba al "dios" como fuente de su autoridad para obligar al pueblo a obedecerlo. Afirmaba ser dios o haber sido electo por aquél su representante directo sobre la tierra. Pero cualquiera que fuese la fuente de autoridad que el gobierno afirmaba tener, no era casi nunca el pueblo mismo. La función de éste era obedecer al gobierno y aun adorarlo.

Naturalmente, el concepto moderno es justamente el opuesto, por lo menos en teoría. Es decir, el gobierno deriva su autoridad legítima del pueblo. Nadie tiene ningún derecho por su nacimiento (ni ningún mandato divino) para gobernar a otros. La fuerza no crea derechos. Y ni las instituciones ni los funcionarios del gobierno deben ser adorados.

Ése es, por cierto, el principio tradicional del origen de la autoridad gubernamental en los Estados Unidos. Fue proclamado en nuestra Declaración de Independencia. Fue confirmado por las filosofías conocidas de los fundadores de nuestra nación. Fue escrito claramente en nuestra Constitución.

Según el criterio de nuestros antepasados, los individuos tienen derechos naturales inherentes. El objeto del gobierno es proteger esos derechos. Y los poderes que el pueblo no delega específicamente en el gobierno para tales fines, son retenidos por el pueblo mismo. Más aun, cuando el gobierno se excede en sus funciones y trata de privar a las personas de sus derechos naturales, el pueblo está autorizado a rebelarse y establecer un nuevo gobierno.

Aunque los documentos de otras naciones expresen esta idea de modo distinto (a veces radicalmente distinto), el concepto moderno identifica claramente al pueblo como origen de la autoridad gubernamental. Hasta los dictadores rinden homenaje de palabra a este concepto. El señor Kruschev tomaba sus decisiones en nombre del pueblo ruso, y decía que su autoridad provenía del pueblo. Los mismos sentimientos expresan casi todos los gobernantes modernos elegidos o autodesignados.

Esta introducción nos lleva a nuestro primer problema, que es una de las más antiguas cuestiones filosóficas: ¿Tiene realmente el individuo algún derecho, aparte de los que el gobierno le concede? Si los tiene, ¿cuáles son? Y, puesto que en este caso, los derechos fundamentales del hombre no provienen del gobierno, ¿de dónde vienen?

Derechos inherentes al nacimiento

Yo sostengo que cada persona tiene derechos individuales e inherentes que vienen con él al nacer. Es cierto que la existencia de los derechos humanos no puede probarse en el laboratorio. Pero ninguna idea, aspiración o actividad humana puede probarse de esa manera; porque el requisito del laboratorio de que "han de existir otras cosas iguales" nunca puede aplicarse a los seres humanos en la vida real. Los principios que rigen las relaciones humanas sólo pueden descubrirse observando cómo actúan los seres humanos universalmente, y cómo han actuado siempre en las situaciones reales.

Mi tesis es que los hombres siempre basan sus acciones en el supuesto de que tienen derechos que se originan en ellos mismos, en su calidad de seres humanos con dominio propio. En realidad, no pueden evitar hacerlo así. Por ejemplo, los hombres siempre se resisten instintivamente a todas las personas que tratan de privarlos de la existencia; todos los hombres, sin excepción. Y cuando reflexionan sobre el asunto una vez que ha pasado el peligro inmediato, invariablemente promueven leyes e instituciones para proteger sus vidas.

Así, puesto que todos los hombres han actuado siempre de la misma manera, estamos frente a una verdad innegable de la conducta humana, la cual identifica una relación apropiada entre los hombres; es decir: un hombre tiene el derecho inherente de proteger su vida contra cualquiera que intente privarlo de ella. Hasta las personas que desdeñan la existencia de este principio universal siempre fundan sus actos en él, de un modo u otro. Y así, el más endurecido de los criminales hará cuanto esté en su mano para conservar la vida.

Si el derecho individual e inherente a la vida viene con cada persona cuando nace, el origen de ese derecho está necesariamente más allá y por encima de cualquier institución gubernamental que los hombres hayan establecido y apoyen correcta o incorrectamente. El triste hecho de que un hombre pueda realmente ser muerto por una fuerza superior—sea ésta natural o humana—no tiene otra relación con este asunto que la de ser la razón que le da origen.

Instinto de libertad

Además del Derecho a la vida, el hombre tiene también un derecho inherente a la libertad. Los hombres tratan siempre de preservar su libertad de acción. Cuando se la quitan sin resistencia de su parte es siempre debido a una fuerza superior o a que no se dan cuenta de que la están perdiendo.

Aun después de larga preparación en sentido contrario, el instinto universal por la libertad de acción todavía está presente en todas las personas. Una prueba segura de la existencia de este derecho individual e inherente a la libertad física se ofrece una y otra vez en las acciones de esclavos aparentemente dóciles que, tarde o temprano, se rebelan y reclaman su libertad o mueren en el intento. Si no tuvieran conocimiento instintivo de su derecho a la libertad, los esclavos no intentarían recuperarla. Porque los hombres no actúan al azar ni sin razones. Y el hecho de que algunos puedan en realidad preferir la combinación cautiverio y seguridad a la combinación libertad y responsabilidad, sólo prueba que los hombres tienen distintas escalas de valores.

Una elección tan infortunada no niega de ninguna manera la existencia del derecho a la libertad.

Derecho del individuo a la propiedad

De un modo u otro los hombres también tratan instintivamente de preservar su propiedad. Esto ha sucedido con todos los hombres, en todas las épocas. Es una verdad universal de la conducta humana. Sería inconcebible que la gente hubiera llegado a crear o coleccionar cosa alguna, si no hubiese tenido el concepto inherente del derecho de la propiedad. Este concepto del derecho a su propiedad vino con el primer hombre que hizo uso de la razón, y el origen de su derecho como individuo a la propiedad, legítimamente adquirida, es el mismo que lo dotó de la capacidad de razonar. Y está muy claro que ese origen no es el gobierno.

El hecho de que los hombres puedan entregar su propiedad voluntariamente u obedeciendo a la coerción, está desligado del problema del derecho a la propiedad. Y el hecho lamentable de que se interprete el derecho a la propiedad legítima en forma errónea o malintencionada, es asunto aparte y no invalida el principio involucrado.

Los derechos individuales e inherentes a la vida, la libertad y la propiedad, ciertamente existen y siempre han existido. Existen porque el hombre tiene libre albedrío, y así es, inevitablemente, responsable del mantenimiento de su propia vida, su propia libertad y la propiedad en que ambas se basan. Ésa es una ley universal de la naturaleza y de la vida, que no se puede cambiar ni con el deseo de hacerlo ni con las trivialidades piadosas. Si en general el hombre no hubiera obedecido este principio, hace ya mucho que hubiese desaparecido de la tierra.

Las leyes derivan de los derechos

ESTOS TRES DERECHOS básicos de los individuos no iniciaron su existencia con los gobiernos establecidos por los hombres. Todo lo contrario. Como lo dijera tan sucintamente Federico Bastiat, experto en economía política: "Fue el hecho de que la vida, la libertad y la propiedad existieran de antemano lo que, en primer término, llevó a los hombres a hacer leyes". En realidad, el único justificativo de la existencia del gobierno es la necesidad de evitar que cualquier persona infrinja los derechos iguales inherentes a cualquier otro.

Una vez más, si buscamos principios aplicables a las relaciones humanas, debemos observar cómo actúa la gente y cómo ha actuado siempre en la vida real. Por ejemplo, ¿por qué un hombre se rebela contra la autoridad legal que lo rige? El hecho de que a través de toda la historia los hombres se hayan rebelado contra sus propios gobiernos da fuerza innegable a la teoría de que los hombres tienen derechos inherentes, y lo saben. Muchos miles de revoluciones se han realizado desde que algunos hombres ignorantes y malintencionados descubrieran por primera vez la forma de organizar la fuerza policial (gobierno) de tal manera que les fuera posible despojar a otros de sus vidas, su libertad y su propiedad. Y en casi todas esas revoluciones puede encontrarse un tema común: el alegato de los rebeldes de que su propio gobierno los oprimía y los privaba de la vida, la libertad y la propiedad.

Si los derechos pasaran del gobierno al pueblo—y el pueblo lo supiera--, es evidente que nunca habría una revolución. Porque el pueblo se rebelaría entonces contra el origen reconocido de sus derechos, y así, contra su propia existencia. Eso, por supuesto, sería inconcebible. Así, el hecho de que el pueblo se rebele contra la autoridad, cuando individualmente está en desacuerdo con la misma, ofrece una prueba positiva del concepto de que los derechos individuales e inherentes se encuentran más allá y por encima del gobierno. Aparte las llamadas "revoluciones de palacio", la causa siempre ha sido la misma: supresión por parte del gobierno de algún derecho natural inherente a cada individuo en su condición de ser humano con libre albedrío. Y el hecho lamentable de que el pueblo pueda perder más de lo que gana por una revolución (por ejemplo, Rusia 1917, Hungría en 1956 y Cuba en 1959), no tiene nada que ver con el problema.

Hasta este punto he resumido de la mejor manera posible la tesis de que todos los derechos humanos son inherentes al individuo, y que el gobierno no tiene autoridad legítima fuera de la que le da el pueblo. Esto nos lleva a la segunda cuestión, que es el punto principal de este debate.

¿De dónde viene?

¿CONOCE USTED alguna acción que el gobierno esté realizando en este momento y que a usted como individuo no le fuera posible realizar por ser ilegítima o inmoral? Si es así, acá tiene una pregunta inquietante: ¿Cuál es la fuente de autoridad del gobierno para realizar tal acción? Porque si inicialmente ningún individuo posee tal derecho, es evidente que ningún individuo puede lógica y legítimamente delegarlo en el gobierno. Ni pueden dos o más individuos hacer legalmente en común lo que los está prohibido individualmente. Así, si el gobierno hace algo que la lógica y la moral prohiben a los individuos, luego está claro que la autoridad del gobierno para realizar ese acto deriva de una fuente que está más allá del pueblo y por encima del mismo.

Probemos esta idea con diversas funciones que en este momento realiza el gobierno de los Estados Unidos. Por ejemplo, nuestro gobierno tiene la responsabilidad de proteger igualmente las vidas de todos los ciudadanos. ¿Es ésa una función legitima del gobierno? Bien, ¿tiene cada persona el derecho de proteger su propia vida? Sabemos que lo tiene; por lo tanto, si una persona lo desea, puede delegar ese derecho en el gobierno. Ya que cada uno de nosotros tiene el derecho individualmente, es evidente que también lo tiene en forma colectiva. Así, individual y colectivamente delegamos en una fuerza policial común (gobierno) la autoridad para defendernos de criminales en nuestro país y de invasores extranjeros. Esa función del gobierno es claramente legitima.

¿Tiene usted como individuo el derecho de usar la violencia o la amenaza de violencia para obligarme a vender mis bienes y servicios al precio que usted decrete? No lo tiene y lo sabe. De modo que usted no puede, ni lógica ni moralmente, delegar en un agente (gobierno) la autoridad para hacer lo que usted no tiene derecho legítimo ni moral de hacer. Y de ningún modo altera la lógica o la moral del acto el hecho de que dos o más personas lo hagan juntas.

Sin embargo, el hecho existe: nuestro gobierno establece precios máximos y salarios mínimos obligatorios. ¿De dónde saca la autoridad para eso? Evidentemente la autoridad no puede venir en forma legítima de un pueblo que ante todo no tiene tales derechos. Así, esta autoridad debe venir necesariamente de una fuente que esté más allá del pueblo y por encima del mismo, lo que es una reversión al antiguo concepto de gobierno bajo el cual las hombres se estancaron, perecieron y murieron durante tantos siglos.

En defensa de la libertad

Hoy nuestro gobierno protege nuestra libertad oponiéndose a cualquier persona o grupo que quiera privarnos de ella. Y la línea de autoridad para esta acción de parte del gobierno es claramente legítima. Usted tiene un derecho natural e inherente a defender su libertad. Yo tengo el mismo derecho. Lo tiene todo el mundo. Y puesto que cada uno de nosotros, como individuo, posee el derecho, también tendremos colectivamente el derecho a delegar en el gobierno la autoridad de defender nuestra libertad y de cobrarnos por hacerlo.

¿Tiene usted individualmente el derecho de obligarme a ahorrar una porción de mis ganancias o de obligarme a contribuir al mantenimiento de personas a quienes no conozco? Usted no pretende tener tal derecho como individuo. Ni yo. Y ninguna otra persona aisladamente o como miembro de un grupo, aparte del gobierno. Sin embargo, como colectividad, estamos haciendo indudablemente, por medio del programa de seguridad social, lo que ninguna persona tiene ningún derecho moral o legitimo a hacer. ¿Cuál es el origen de la autoridad del gobierno para esta acción? Puesto que no puede, lógica ni moralmente, ser el pueblo, necesariamente debe haber otro origen, y esa característica marca claramente tal función como ilegítima del gobierno. Si no podía delegarse la autoridad para tal acción, tuvo que ser usurpada por la fuerza, otra regresión al sistema dictatorial de gobierno que ha mantenido al hombre en sujeción de una u otra clase través de casi toda su historia.

Por regla general, nuestro gobierno defiende la propiedad de cada uno de nosotros contra cualquier persona que quiera despojarnos de ella. Evidentemente, ésa es una función legítima del gobierno. La fuente de la autoridad del gobierno para defender la propiedad puede encontrarse en usted y en mí. Tenemos ese derecho como individuos. Y hemos decidido delegar en una fuerza policial común la autoridad para hacer colectivamente lo que cada uno de nosotros tiene el derecho de hacer por separado. No hay nada de místico en este proceso; lo hacemos porque de ese modo podemos obtener mejor protección por menos dinero.

¿Es una función correcta?

EL Problema que discutimos aquí, sin embargo, no es el costo del gobierno ni la eficiencia con que realiza sus funciones, sino simplemente si esas funciones son legítimas. Los problemas de la eficiencia del gobierno y la forma de retribuir sus servicios son cuestiones vitales, y yo mismo las he discutido en otra parte. Pero no tendría objeto intentar decidir acá cuál es la mejor forma de retribución por los servicios del gobierno, antes de decidir qué debe hacer el gobierno y por qué.

Por ejemplo, ¿pretende, usted como individuo tener el derecho de usar la violencia para obligarme a ingresar a una organización de su agrado? Todavía no me he encontrado con el hombre que tenga la pretensión de poseer tal derecho fuera del gobierno. Sin embargo, el gobierno usa la fuerza policial para hacer cumplir leyes que obligan a millones de nosotros a ingresar a los sindicatos, cuando no estamos dispuestos a hacerlo voluntariamente. ¿Cuál es el origen de la autoridad del gobierno para promulgar esas leyes y ponerlas en práctica? Una vez más, no puede ser el pueblo, porque nadie tiene tal derecho. Ni hay ninguna cifra mágica por la cual la gente pueda combinarse, convirtiendo una falta individual en un derecho colectivo. Así, una vez más, la fuente de autoridad para el sindicalismo obligatorio debe estar por encima del pueblo y más allá del mismo y de tal modo resulta inequívocamente ilegítimo e inmoral.

En este punto puede usted decirse (aunque probablemente ya lo ha hecho usted antes): "Pero la mayoría votó por ellos, y ésta es la fuente de autoridad. ¿Es que él no cree en la democracia?".

Algunos empleos del proceso de votación

Mi respuesta es clara. Como proceso democrático para elegir al presidente de los Estados Unidos o al alcalde de Nueva York, estoy muy de acuerdo con el procedimiento democrático. Pero como proceso para determinar cuáles acciones son correctas y cuáles incorrectas, es totalmente inútil. Tocando el fondo de la cuestión, la aceptación ciega de la conducción compulsiva de la mayoría está muy íntimamente relacionada con la idea antiquísima de que el fuerte tiene derecho a dominar al débil. Pero yo opino categóricamente que la fuerza nunca significa derecho, ya esté esa fuerza representada por un ejército conquistador, ya por la mayoría del 51% de los votantes de una nación.

Si la mayoría del pueblo vota por la esclavitud—como ha sucedido muchas veces--, la esclavitud aún sigue siendo un error. El voto no tiene nada que ver con la cuestión, tómesela como quiera; la esclavitud está mal porque nadie tiene el derecho moral ni legítimo como individuo de esclavizar a otra persona. Ni siquiera el hecho de que un 98% vote a favor de a esclavitud del otro 2% puede justificar la acción.

Si se quiere, el hecho de que la mayoría vote libremente a favor de una acción ilegitima e inmoral la hace aún peor. Podríamos luchar—y lo haríamos—contra cualquier tirano que tratara de imponernos sus ideas y puntos de vista. Pero contra las mayorías democráticas no se puede luchar de esta manera; solamente se puede razonar con ellas. Y para hablar con franqueza, acá estoy yo razonando. No destruyamos el proceso del pensamiento racional por la simple repetición de una palabra, que cada vez tiende a aparecer más y más como un mágico cúralotodo. No usemos como juguete nuestras franquicias duramente ganadas, votando por mero capricho. Pero si usemos nuestro voto para evitar que cualquier individuo o grupo pretenda dictar a la gente pacífica lo que debe hacer y lo que no debe hacer. Cualquier otro uso de la franquicia sólo conseguiría destruirla en su carácter de instrumento para la práctica de la libertad.

La democracia es un excelente método mecánico para seleccionar a los funcionarios que han de administrar los poderes que nosotros delegamos en el gobierno. No puedo idear un modo superior ni más lógico de hacer esto.

Pero este proceso puramente mecánico no puede determinar el acierto o desacierto de nuestras acciones al delegar los poderes. Y ése es el único problema que quiero discutir acá. Por ejemplo, si el voto de la mayoría realmente determinara lo que esta bien y lo que está mal, nos sería fácil resolver todos los problemas religiosos que ahora enfrentamos: haciendo una elección nacional para determinar qué religión debe obligásemos a adoptar a todos.

Con toda seguridad, ustedes considerarán el proceso democrático un método inapropiado para determinar esta solución. Por las mismas razones morales y lógicas también lo rechazarían como medio de determinar lo que está bien y lo que está mal, en cualquier otra área. Las cuestiones morales no pueden decidirse de esta manera. Si quiere una prueba de esto, observe las acciones de las personas que se hayan visto privadas de su derecho natural e inherente a la libertad y a la propiedad. De un modo u otro, siempre siguen reaccionando instintivamente como ser humano con dominio propio.

Legalidad versus moralidad

TENGO PLENA CONCIENCIA de que hoy, en los Estados Unidos, el voto de la mayoría determina lo que es legal y lo que es ilegal. Y no abogo por ningún cambio en ese proceso mecánico. Pero nunca aceptaré el concepto de que las legalidades determinan las moralidades. Para dar un ejemplo intrascendente, pero sumamente claro de la desastrosa tendencia de los estadounidenses a confundir legalidades y moralidades—es decir, a confundir el voto de la mayoría con la acciones correctas--, tomemos la cuestión de las bebidas alcohólicas

La "enmienda de prohibición" de nuestra Constitución no volvió inmoral el beber whisky; simplemente lo hizo ilegal; ni se volvió moral el beber whisky después de la supresión de la enmienda; simplemente se volvió legal otra vez. El uso del alcohol es una cuestión moral, médica y económica, y de este modo su corrección o incorrección no puede ser determinada por el voto de la mayoría.

Pero la confusión es hoy tan grande que basta con que hagamos legal una cosa para que inmediatamente adquiera un tono de moralidad entre la mayoría de la gente. Y es probable que esa mayoría lo incluya a usted mismo. Si tiene alguna duda, propóngase esta prueba: ¿Cómo determina usted si una acción del gobierno está bien o mal? ¿Puede usted dar una respuesta satisfactoria sin usar el concepto del voto mayoritario? Si puede, le pediré disculpas. Y tendría la dicha de incluirlo entre el creciente número de norteamericanos que están empeñados en la búsqueda de una base para una acción gubernamental colectiva más permanente y fundamental que las pasiones y caprichos pasajeros de un pueblo imperfecto; pasiones y caprichos que muy a menudo han sido inflamados por demagogos, menos perfectos aún que el pueblo que desean guiar.

Personalmente, estoy convencido de que la solución se encontrará en el concepto norteamericano original de que todos los derechos comienzan y acaban con el individuo; que cada persona tiene derecho inherente a la vida, la libertad y la propiedad; que puede ejercer sus derechos plenamente, mientras no viole los derechos iguales de otros; que podemos delegar la defensa de nuestros derechos en nuestro gobierno; que cualquier acción que sea ilegítima para las personas es automáticamente ilegítima para el gobierno; y que nunca debemos considerar al gobierno más sagrado que ninguna otra organización útil que nos ofrezca los servicios especializados que necesitamos a un precio que estamos dispuestos a pagar.

Su elección

Ahora, sé perfectamente que la aceptación de este concepto de los derechos inherentes y las acciones gubernamentales nos enfrentaría con un número de problemas monumentales. Aun así, éste es un simple detalle, si el principio es correcto. Pero, naturalmente, si el principio es equivocado—es decir, si no hay otros derechos individuales que los concedidos por el gobierno--, entonces no tenemos problemas en absoluto. Porque en ese caso, no es necesario que nosotros, los individuos, reflexionemos y tomemos difíciles decisiones. Si el antiguo concepto de gobierno es correcto, entonces sólo necesitamos permanecer pasivos, obedecer y rendir culto, porque según esa idea antigua pero popular aún, el origen de la autoridad gubernamental está por encima de las personas individuales y más allá de las mismas, y por tanto, nada podemos hacer usted o yo.

Estoy convencido, sin embargo, de que usted no aceptará ese antiguo concepto de gobierno, ni aún bajo un nombre nuevo. Afortunadamente todavía puede usted hacer mucho, si así lo desea, para ayudar a invertir la tendencia actual en los Estados Unidos a establecer mayores controles gubernamentales sobre las actividades pacíficas de los hombres. Pero primero debemos estudiar la cuestión, comprenderla y descubrir la forma de explicarla convincentemente a cualquier otra persona interesada. En el momento apropiado usted puede encontrar las personas que comprenderán que la fuerza nunca establece el derecho, ni siquiera cuando la fuerza está autorizada por el voto mayoritario.

Ya que usted es inevitablemente un ser humano con propio albedrío, la cuestión queda enteramente sus manos, como es debido.

Publicado en la revista Ideas sobre la Libertad, Año VI, Febrero de 1966, Número 21, págs. 33 a 41, Centro de Estudios sobre la Libertad

Bibliografía

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