LA DEMOCRACIA Y EL LIBERALISMO

Por LOUIS ROUGIER

CON EL DESEO de prestar servicio al intelectual argentino y al país, damos en las páginas que siguen una versión castellana, autorizada por el autor, de un trabajo presentado por el profesor francés Louis Rougier a la Reunión Anual de 1961 en Turín de la Sociedad del Mont Pelerín, bajo el título "La Democracia y el Liberalismo". En él, el profesor Rougier resume ideas expuestas con más amplitud en otros trabajos suyos, en parte publicados y en parte por publicar. Creemos que las conclusiones a que llega deben interesar a todo hombre sinceramente preocupado por la conservación del régimen democrático.

Toda verdad científica deriva de la experiencia y tiene que ser comprobada por ella. Si, como lo señala el profesor Rougier, el sufragio universal ha hecho recaer a los pueblos, en la gran mayoría de los casos, a través del desorden y la corrupción, al despotismo y la tiranía, todo intelectual sincero y honesto debe dejar de tomar al sufragio universal como el criterio mismo de la democracia, de considerar la existencia de un parlamento como garantía suficiente para que se apliquen los principios democráticos. Tiene que buscar entonces otras medidas más eficaces y más adecuadas para asegurar a división de los poderes y el control del poder ejecutivo. Cuando el simple acto de votar no sólo no garantiza la igualdad de los derechos sino que acentúa su desigualdad, deja de ser una garantía de la democracia.

Cuando la mayoría de los ciudadanos entregan sus votos por promesas de ventajas materiales inmediatas y exclusivas o se dejan engañar por mentiras demagógicas, es de todos modos evidente que el voto pierde su sentido democrático. Ni siquiera es correcto, en tales circunstancias, hablar de una "voluntad popular", slogan por medio del cual el demagogo suele justificar al sufragio y a sus innobles maniobras completamente incompatibles con la imparcialidad de las leyes en la cual se basa toda democracia de verdad.

El sufragio universal se adoptó para terminar con los regímenes tiránicos. Si en la mayoría de los casos ha engendrado el retorno al despotismo o preparado el totalitarismo, salta a la vista que ha perdido su razón de ser. Si los prejuicios reinantes no permitieran aún su abolición, será necesario encontrar instituciones más eficaces que las existentes para evitar sus efectos negativos. No ya sólo por motivos puramente democráticos, sino por la misma salvaguardia de la ley y la justicia.

Sea lo que fuese, antes de proponer remedios al peligro, es necesario enterarnos de los hechos de la experiencia y de precisar nuestros conceptos. Sólo esto es lo que persiguió el profesor Rougier en este pequeño estudio. La enumeración que hace de los fracasos del sufragio universal podría alargarse mucho más. Pero los hechos que señala son suficientes para invitar a la reflexión a todo pensador y patriota sincero.

El profesor Rougier es uno de los intelectuales más destacados e independientes de Francia. Ha sido profesor durante muchos años en la Facultad de Letras de Besançon, y lo es actualmente en las de Lille y de Caen. Ha enseñado en la Universidad del Cairo y en el Saint John College. Ha sido presidente del primer Congreso Internacional de Filosofía Científica en la Sorbona en 1935 y del Coloquio Walter Lipmann en el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en 1938. Entre sus obras, demasiado numerosas para ser señaladas aquí, la mayoría se relacionan con problemas políticos y económicos de nuestro tiempo. El mayor éxito de ellas obtuvieron sin duda sus "Místicas democráticas" y sus "Místicas económicas". Estas últimas, lo esperamos, no tardarán en aparecer en la Argentina (1)

C. B.

LA DEMOCRACIA Y EL LIBERALISMO

I. Cómo se plantea el problema de las relaciones entre la Democracia y el Liberalismo

SE ADMITE generalmente que las nociones de democracia y de liberalismo se superponen. Un régimen político sería tanto más liberal cuanto más democrático, y recíprocamente.

Sin embargo, la experiencia histórica no confirma semejante reciprocidad. Para limitarnos a los tiempos modernos, en América, las antiguas colonias españolas, en cuanto conquistaron su independencia, se dieron constituciones democráticas, parlamentarias o presidenciales. Estas democracias han degenerado en dictaduras militares que alternan con regímenes civiles transitorios. En Asia la república de Sun-Yat-Sen condujo a Mao-Tse-Tung. Las instituciones democráticas en Turquía, en Paquistán, en Birmania, en Corea, han cedido su lugar al ejército, y lo mismo ocurrió en Indonesia. En Europa, las jóvenes democracias, que surgieron como consecuencia de la caída de las monarquías al finalizar la primera guerra mundial, se transformaron, unos quince años después, en dictaduras: Hitler en Alemania, Franco en España, Beck en Polonia. El caso de Francia es particularmente significativo. La primera República condujo al Primer Imperio; la segunda República, al segundo Imperio; la tercer República, al régimen de Vichy; la cuarta al gobierno personal del general De Gaulle.

Recíprocamente, el historiador comprueba que gobiernos monárquicos, como el de la doble monarquía austrohúngara, han sido más respetuosos de las libertades individuales que muchas democracias.

El décimo "Congreso por la libertad de la cultura", que tuvo lugar en Berlín en 1960, se desarrolló sobre el tema: "La democracia puesta a prueba por el siglo XX". Ha llegado a dos comprobaciones. La primera, es que las instituciones democráticas de los Estados nuevos han sufrido, salvo raras excepciones, un fracaso total. La segunda, es que las dictaduras militares que las han sustituido, lo han hecho las más de las veces con el propósito de defender lo que se considera como ideales democráticos: la seguridad, la legalidad, el desarrollo de la instrucción, la promoción social de las clases laboriosas.

Los conceptos de democracia y de liberalismo no se superponen, pues, forzosamente. Muchas veces la democracia desemboca en dictadura. De ahí resulta el problema de la relación entre la democracia y el liberalismo.

II. De la necesidad de definir los términos "Democracia" y "Liberalismo"

LA Primera, condición para encarar tal problema, es definir los conceptos que debe considerar. Está de más decir que si se da una definición restrictiva de la democracia, que no se ajusta más que a las democracias liberales, el problema está resuelto por definición. Si se quiere ser exacto, hay que dar a los términos "democracia", "liberalismo", su sentido original y razonar sobre los casos—límites que corresponden a esas definiciones.

La democracia es el gobierno del pueblo por el pueblo. Hablando estrictamente, esta definición no se ajusta más que a la democracia directa del pueblo reunido en comicios para legislar y nombrar sus magistrados. Rousseau no quería aceptar otra forma de democracia y ése es el motivo por el cual los publicistas del siglo XVIII sostenían con él, que la democracia no convenía más que para los pequeños Estados como la República de Ginebra.

Aplicada a los grandes Estados, la democracia no puede ser sino representativa. El pueblo elige por medio del sufragio universal sus diputados que constituyen el cuerpo legislativo. Lógicamente, la democracia representativa implica una asamblea única y un gobierno de Asamblea que es, a su vez, el órgano ejecutivo. Como decía Sieyes: "El pueblo o la Nación no pueden tener más que una voz: la de la legislación nacional... una legislación encargada de interpretar la voluntad general, voluntad que recae luego, con todo el poder de una fuerza irresistible, sobre las propias voluntades que han contribuido a formarla". El bicamarismo que divide el cuerpo legislativo, la separación de los poderes que los pondera el uno por el otro, el federalismo que los descentraliza, son otros tantos subterfugios imaginados por desconfianza en el gobierno democrático.

El liberalismo considera que el conjunto de los poderes públicos, que constituyen el Estado, está hecho para defender con toda la fuerza del cuerpo social las libertades individuales, de las que el ciudadano no renuncia nada más que lo estrictamente indispensable para asegurar la supervivencia de la sociedad.

El Estado debe ejercer solamente el mínimo de compulsión indispensable para asegurar esa condición. Sus atribuciones deben limitarse a garantizar la seguridad interior, la defensa exterior y a administrar la justicia entre los individuos, que administran ellos mismos sus propios asuntos.

En resumen, la democracia está basada sobre la soberanía popular y no conoce otra regla de derecho fuera de la mayoría de las Asambleas elegidas. El liberalismo está basado en la soberanía de la persona humana y reconoce, por encima de la voluntad mayoritaria de las asambleas elegidas, los derechos del hombre y del ciudadano que vienen a limitar el poder de las legislaturas y de las administraciones. Estos principios y estos fines son diferentes. ¿Cómo se ha llegado a creer que se superponen mutuamente?

III. Razones que han permitido creer que la democracia sea el arma de la libertad contra el despotismo

Se lo ha creído en virtud de razonamientos teóricos que la experiencia pareció confirmar al comienzo del establecimiento de los gobiernos democráticos. Siendo ejercido el poder, directa o indirectamente, por aquellos que soportan las cargas, parecería que estos últimos tienen interés en que el poder sea ejercido con el mínimo de despotismo. Por otra parte, siendo llamados todos los ciudadanos, directa o indirectamente, a participar en la elaboración de la ley, ésta aparece como la expresión de la voluntad general: cada cual se somete a ella de buen grado, puesto que cada uno tiene la ilusión de haber contribuido a formarla. Obedeciendo a todos, no obedece de hecho sino a sí mismo, en tal forma que al sentimiento de la compulsión se sustituye el de la obediencia libremente consentida. Tal es la argumentación de Rousseau. De ello resultaría que la democracia es, objetiva y subjetivamente, el régimen que parecería asegurar para el individuo, un estado de mínima opresión, conforme a la definición del liberalismo.

Históricamente, pareció que la experiencia habría confirmado esa dialéctica. El sufragio universal, al asegurar la igualdad política, la igualdad ante la ley y ante los impuestos, elimina los privilegios y las servidumbres feudales. Abre a la capacidad y al mérito las profesiones cerradas hasta entonces. Al suprimir, como en Francia, las corporaciones y "les jurandes" (2) , liberaliza el comercio y la industria, provoca la promoción de las clases inferiores y la circulación de las "élites".

Para que electores y candidatos puedan confrontar sus opiniones, la democracia debe establecer la libertad de prensa y la libertad de reunión. En una palabra, la democracia permite la libre discusión en las asambleas, la libre concurrencia a los mercados, la libre competencia en la plaza pública.

Al delegar en sus elegidos, el poder de legislar y de administrar por un tiempo limitado, ella preserva la posibilidad de cambiar de gobierno. El gobierno deja de ser de derecho divino o fundado sobre una larga prescripción histórica para ser una función pública revocable, al servicio de los gobernados. Por último, en los países ocupados o colonizados, el establecimiento de los gobiernos democráticos ha coincidido con la conquista de la independencia nacional por eliminación de la potencia ocupante o colonizadora.

A ello se agrega que el pueblo, a quien se le había enseñado que era soberano, se comportó mucho tiempo como un soberano constitucional, que reina pero no gobierna. Ocupado en ganar su pan cotidiano, compenetrado de su ignorancia, admitía que el ejercicio de los asuntos públicos recayera en minorías calificadas, y se remitía, en Inglaterra a sus lores, en Francia a los "notables" y a las "competencias", el cuidado de dirigirlos. En el campo, se abstenía de votar o seguía humildemente la opinión del propietario—alcalde o del ministro de Dios. Durante mucho tiempo, la democracia no fue en realidad nada más que un gobierno burgués, cuando no fue, como en Francia al principio de la Tercera República, una república de los duques.

En esas condiciones, ¿cómo se puede explicar que, tan frecuentemente, las democracias hayan degenerado en dictaduras?

IV. Por qué y cómo las democracias pueden degenerar en dictaduras

EL PASO de un régimen democrático a una dictadura civil o militar se puede realizar en virtud del propio principio de la soberanía popular.

Si la soberanía popular no reconoce nada por encima de la voluntad mayoritaria de las asambleas elegidas, si ella es la única fuente del derecho, los representantes del pueblo podrán invocarla para osar y exigirlo todo. Lo que ningún monarca de derecho divino habría osado hacer, porque tenía la preocupación del porvenir de su dinastía, porque estaba contenido por las leyes orgánicas del reino, por la resistencia de los cuerpos intermedios, por su responsabilidad ante Dios, una asamblea única en cambio, elegida directamente por el sufragio universal, depositaria de la soberanía nacional proclamada una e indivisible, puede realizarlo en nombre de su delegación.

La monarquía "absoluta" jamás habría podido establecer la conscripción obligatoria, el impuesto forzoso, las leyes del máximo, la ley de los sospechosos y de los rehenes, la guerra revolucionaria para "obligar a los pueblos a ser libres", como la Convención en Francia en 1793, que en nombre del pueblo suprimió todas las garantías individuales, instauró la planificación económica, militarizó la nación, erigió el terror policial en sistema de gobierno, hizo de la guerra ideológica un instrumento de conquista. La primera república francesa realizó el primer gobierno totalitario de la historia de Europa.

El pueblo soberano, para hacer uso de su autoridad, debe proceder a una organización del poder. Como el pueblo no puede ejercerlo, en los grandes Estados, directamente por sí mismo, lo delega en sus representantes, y se cae en lo que Michels ha llamado la ley de bronce de las oligarquías. Las condiciones del pacto social que exigen, según Rousseau, que cada uno ceda a la Comunidad los mismos derechos que adquiere sobre sus propios conciudadanos, en tal forma que, cada uno dándose a todos, no se da en realidad a nadie, dejan de ser valederas. Cada ciudadano, teniendo la idea de darse a todos, se da en realidad al pequeño grupo de los que actúan en su nombre, por delegación de la soberanía. Éstos, se encuentran fuera de la condición común establecida por el contrato social, y el resultado de lo que los ciudadanos sacrifican a la colectividad puede ser el establecimiento de un poder que los quita todo lo que tienen. Es inútil declarar que el gobierno está sujeto a la voluntad general. La voluntad general, manifestada por el pueblo soberano, puede servir para instalar a aquellos que están en condiciones de despojarlo de su soberanía. Los gobiernos, en nombre de la voluntad general que los ha investido, dictan sus voluntades particulares al pueblo, que vuelto a su condición de súbdito, no puede más que someterse.

En vano se invocará el hecho de que los diputados del pueblo reciben un mandato temporario, en tal forma que su despotismo no puede ser más que transitorio. En nombre de la soberanía que representan, pueden votar una ley electoral que los lleva de nuevo a ejercer esa representación, en su totalidad o en parte. Es lo que hizo en Francia, la Constitución del Año III. Hizo obligatorio para los electores elegir entre los miembros de la Convención los dos tercios del nuevo cuerpo legislativo. Es lo que ocurrió durante la IV República, bajo la forma del escrutinio por lista departamental, gracias al cual se despojaba al elector de la posibilidad de elección de los candidatos, nombrados por los comités de los partidos; tomado del sistema de los "lemas", este modo de escrutinio podía frustrar al elector aun en el derecho a elegir un partido, porque votando por uno de ellos, su voto podía servir a promover otro partido.

En resumen, se había realizado un sistema de cooptación (3), lo que inducía al profesor de Derecho Constitucional, Georges Vedel, a escribir: "Un régimen tal, tiene un nombre en la historia: se llama oligarquía".

En fin, nada impide a una asamblea única, depositaria de la soberanía del pueblo, delegar todos sus poderes en un comité de salud pública, en un Directorio, en un jefe único, que impondrá su voluntad particular, en nombre de la voluntad general. Napoleón declaraba: "Emperador, cónsul, soldado, todo lo tengo del pueblo..., mi voluntad es la del pueblo, mis derechos son los suyos, mi honor, mi gloria, mi felicidad no pueden ser otros que el honor, la gloria y la felicidad de los franceses".

Napoleón III, al hacerse plebiscitar después del golpe de Estado del 2 de diciembre, decía lo mismo. Mussolini e Hitler declaraban a los ministros ingleses y franceses: "Nosotros somos los verdaderos demócratas, puesto que sólo nosotros somos plebiscitados al 95%".

Una tercera razón explica la tendencia de las democracias a acrecentar sin cesar los poderes del Estado en perjuicio de las libertades individuales. Ella se deduce de una observación muy simple de Aristóteles. En una sociedad el número de los pobres es más grande que el de los ricos. Por lo tanto, si el poder pertenece al número, los electores que son reivindicantes, que son la masa, lo utilizarán para mejorar su condición mediante generosidades estatales, de las cuales las clases poseedoras pagarán los gastos. Los elegidos, profesionales de la política, que habrán solicitado sus votos, se dedicarán a remates demagógicos para asegurar su reelección. El costo de las generosidades estatales se contabilizará bajo la forma de cargas presupuestarias siempre crecientes que conducirán a la inflación, a devaluaciones en cascada, a un fiscalismo aplastante. Ante la fuga de capitales, habrá que establecer el control de cambios. Ante la negativa del Banco de Emisión para aumentar la masa monetaria en circulación o de comprar créditos falsos, se nacionalizarán los Bancos. Ante la repugnancia de los capitales privados para invertir, se creará por vía de impuestos el ahorro forzoso, y se nacionalizará el crédito, lo que llevará al Estado, paso a paso, a planificar la economía. En resumen, bajo la presión de las reivindicaciones populares, el Estado, frente a la necesidad de no ir a la quiebra, se encuentra en la necesidad de hacerse omnipotente.

Los ciudadanos son cada vez más administrados y cada vez menos capaces, como resultado de la complicación de las funciones del Estado, de controlar las cuentas de la Nación, de seguir el estudio y la aplicación del presupuesto.

Cada vez más, órganos planificadores irresponsables decidirán sobre opciones fundamentales. Renovando el cuento del aprendiz de hechicero, el individuo, después de haber derramado ríos de sangre para liberarse, se transformará en el hombre—siervo de este nuevo feudalismo, tanto más inhumano cuanto que es anónimo: la burocracia estatal.

Muy lejos de contener el despotismo, la democracia pura no ha hecho más que transferir la soberanía de los reyes a las asambleas surgidas de la representación popular. Éstas tienden a ser tanto más abusivas, que se consideran como la expresión de la voluntad nacional y que son anónimas e irresponsables. El error de los teóricos de la democracia es haber creído que se cambiaba la naturaleza del poder, al cambiar su titular. "Lo que hace el carácter del poder, escribe Benjamín Constant, no es quienes son sus depositarios, es el grado de su fuerza. Lo que se debe incriminar, no es a los poseedores del poder, sino al poder mismo".

La democracia no es una panacea universal para combatir el despotismo de los príncipes, de los colonizadores, de las clases explotadoras. Imponer instituciones democráticas desde el exterior a pueblos compuestos en su mayoría por analfabetos, sin cultura cívica y política previa, es hacer con ello un método de explotación en manos de políticos sin sentido de responsabilidad, que conducen a su placer hacia las urnas a electores desprovistos de discernimiento. La toma del poder por las fuerzas armadas en esa situación, se explica fácilmente. Los oficiales representan a veces, la única clase que haya recibido una formación occidental gracias a instructores extranjeros; el único cuerpo con sentido del orden por vocación; la única fuerza capaz de restablecer un mínimo de legalidad y de justicia; la única autoridad susceptible de proceder a efectuar reformas sociales indispensables para la promoción de una élite.

V. De las instituciones y de los procedimientos imaginados para impedir a la democracia volverse totalitaria

POR DESCONFIANZA contra el despotismo popular, los legistas han imaginado una serie de salvaguardas que son otros tantos frenos impuestos a la soberanía popular. El procedimiento más simple, que es también el más antidemocrático, es el sufragio restringido a dos grados tal como lo imaginaron los constituyentes de 1791: ellos llevaron el número de los ciudadanos activos a 4.300.000, contra 6.000.000 de electores que habría dado en la misma época el sufragio universal.

En Inglaterra, no fue sino muy lentamente como el voto fue extendido a todos los ciudadanos, y se puede conjeturar que si la Gran Bretaña hubiera tenido, en el siglo XVIII, el sufragio universal, el caos político que habría resultado de ello, habría necesitado una nueva dominación del tipo "cromwelliano". Aun en el sufragio universal, diversos modos de escrutinio permiten inclinar los votos de los electores en el sentido deseado por el gobierno saliente. El modo de escrutinio actúa como un colador. El mismo cuerpo de electores, votando de la misma manera, podrá dar una mayoría orientada a la derecha o a la izquierda, según la manera de contar los votos.

Un segundo paragolpe es el bicamarismo. Cualquiera que sea la representación de la Cámara Alta (sea la representación de los Estados en las repúblicas federativas, sea de las comunas, sea de los intereses, sea de los notables), ella tiene por función, dado su modo de reclutamiento, frenar los impulsos de la Cámara Baja, dominados por las pasiones partidarias y una política a corto término.

En todo caso, el escrutinio por circunscripciones, el bicamarismo, son expedientes antidemocráticos bastante evidentes. Los jurisconsultos del siglo XVIII elaboraron algunos más sutiles.

Montesquieu ha definido la libertad como "el derecho de hacer todo lo que la ley no prohibe". El reino de la ley sustituido al gobierno de los hombres, la igualdad ante la ley; la isonomía (4) de los antiguos, era, según los griegos, lo que distinguía a los hombres libres de los bárbaros sujetos a los caprichos de un déspota. Pero, si el reino de la ley, sin discriminación ni retroactividad, es la condición necesaria para una sociedad libre, ella no es una condición suficiente. La ley puede ser engorrosa, exorbitante, tiránica. Los legistas de la Revolución Francesa creyeron liberar a la nación del despotismo de algunos sometiéndola al despotismo de la voluntad general, supuesta infalible sobre las cuestiones de interés público. Ellos estimaron que tenían el derecho y el deber de legislar sobre todo, de reglamentarlo todo: las transacciones económicas, la vida profesional, las costumbres y las creencias. Por las leyes del máximo, se esforzaron por planificar la economía. Por el juramento cívico y el culto del Ser Supremo, se arrogaron el derecho de escrutar las conciencias, de establecer una ortodoxia y una inquisición de Estado.

Para realizar una comunidad libre, hay que limitar el poder de las legislaturas por la obligación de respetar un cierto número de libertades individuales y de franquicias públicas, inscriptas en una constitución, que organiza los poderes públicos y define sus atribuciones. Es lo que los federalistas americanos han llamado una "constitución limitativa".

Una constitución tal no es nada, por otra parte, si no existe un guardián capaz de hacerla respetar. Ése fue el mérito de Alejandro Hamilton, de haber demostrado la necesidad del control de la constitucionalidad de las leyes y de los actos del gobierno, ejercido por los tribunales, y ése fue el mérito del Chief Justice Marshal, de haberlo hecho una realidad en la práctica. Ello implica que el poder constituyente sea distinto del poder legislativo; que la ley, votada por el Congreso o el Parlamento, esté subordinada a la ley constitucional; que los jueces, árbitros del acuerdo entre ellas, sean independientes. El soberano deja de ser el pueblo, para ser la Constitución. Durante la monarquía de Julio, los doctrinarios exclamaban: "el soberano es la Carta".

Montesquieu dejó establecido que todo poder es despótico y que sólo el poder puede contener al poder. De ello dedujo la necesidad de la separación de los poderes. En la práctica, para evitar que el aparato estatal sea bloqueado, los poderes deben engranarse uno con otro haciéndose contrapeso. Es lo que se llama la ponderación de los poderes. En las repúblicas federales, la separación y la ponderación de los poderes se completa por su descentralización. La Comuna, los Estados particulares, el Estado federal, tienen sus poderes propios bien delimitados y la Constitución prohibe a los unos interferir sobre los otros. "Quien dice centralización dice despotismo", escribe Tocqueville. Son, sobre todo, las instituciones comunales las que transforman a los administrados en ciudadanos y constituyen la fuerza de los pueblos libres. "Ellas son para la libertad, escribe el mismo autor, lo que las escuelas primarias son para la ciencia; ellas la ponen al alcance del pueblo (la libertad), ellas le hacen disfrutar su uso tranquilo y lo acostumbran (al pueblo) a utilizarla. Es en los "town-meetings" donde los colonos ingleses hicieron el aprendizaje del "self—government".

A las constituciones que se dicen aceptar esas diversas limitaciones de la soberanía popular, es costumbre llamarlas "democracias liberales".

VI. Las dos concepciones de la Democracia

Existen dos conceptos de la democracia, tan opuestos que si se los confunde se hace ininteligible la historia política de las sociedades humanas.

El primer concepto, que se puede calificar liberal, está fundado en la soberanía de la persona humana; el segundo, que se inclina a ser totalitario, está fundado en la soberanía popular.

El primero hace de la Constitución el verdadero soberano y reconoce por encima de la voluntad mayoritaria de las asambleas deliberantes, los derechos del hombre y del ciudadano que vienen a limitar el poder del legislador; el segundo hace de la mayoría de las asambleas elegidas el verdadero soberano y no reconoce, por encima de la voluntad mayoritaria, ningún principio de derecho natural, ninguna regla moral, ninguna norma de bien común. El primero admite la legitimidad de la oposición como medio de defender las libertades individuales locales, familiares, profesionales, contra la tendencia innata del Estado a volverse omnipotente, el segundo considera toda oposición como facciosa, puesto que al oponerse a la voluntad popular expresada en el voto de las asambleas, es por este hecho, antidemocrática; y por poco que se muestre activa, aparece como un complot contra el pueblo, como un atentado contra la seguridad del Estado, que debe ser eliminado sin piedad.

El primero hace de los gobernantes, simples mandatarios siempre listos a rendir cuenta de su gestión ante las jurisdicciones competentes; el segundo hace de los gobiernos representantes de la voluntad popular, lo que les permite, en nombre de la voluntad general del pueblo que los ha investido como soberano, dictar sus voluntades particulares al pueblo mismo, que no tiene más remedio que conformarse como súbdito. Nada impide, por lo tanto, a las asambleas surgidas de la representación popular, el delegar sus poderes en tiempo de crisis en un Comité de Salud Pública, en un partido único, en un jefe que pretenda encarnar de una manera particularmente lúcida, lo que la conciencia popular siente y quiere en forma obscura.

En definitiva, la democracia liberal protege al individuo y a las colectividades intermediarias contra lo arbitrario del poder central; la democracia popular favorece la usurpación por una oligarquía o por un dictador que acapara el poder y oprime al pueblo "en nombre de la soberanía". Es así como la democracia popular ha terminado en tiranía en muchas colectividades de Grecia, en el Principado en la Roma republicana, en la Señoría en las comunas italianas, en el bonapartismo en Francia, en los pronunciamientos de los estados sudamericanos, en el socialismo dictatorial del siglo XX. Los napoleónidas, Mussolini, Hitler, Stalin, son los frutos naturales de esta forma de la democracia, que no reconoce como ley suprema nada más que la voluntad popular, supuestamente interpretada por el voto de las asambleas elegidas, por un partido único o por el jefe plebiscitado.

En realidad, la historia no reconoce ni un régimen popular al estado puro, ni un régimen verdaderamente liberal. Las dos formas de democracia, provenientes de dos orígenes de ideas opuestas, se amalgaman como pueden en los regímenes existentes.

Entre éstos, algunos merecen el nombre de Estado de Derecho, cuando admiten una serie de principios generales establecidos en una constitución, tradicional o escrita, a los que deben someterse las leyes votadas por los parlamentos, lo que implica el control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes. Otros no merecen sino el nombre de Estados de simple legalidad, cuando no reconocen nada por encima de la ley votada por la mayoría parlamentaria, como es el caso en las constituciones que admiten la omnipotencia del Parlamento; otros, en fin, son Estados policiales, cuando admiten las decisiones administrativas que no son legalizadas por ninguna ley anterior, y cuando se sustituye el derecho escrito, por la "jurisdicción del buen juez".

(1) Estas palabras preliminares fueron concebidas por el profesor de la Universidad de Cuyo, doctor Carlos Becker, a quien le corresponde el mérito de haber publicado por primera vez en la República Argentina el trabajo que aquí se reproduce.

(2) Organismos que dirigían a las Corporaciones.

(3) Reclutamiento de los miembros de un Cuerpo por el mismo Cuerpo.

(4) Estado de los que están sometidos a las mismas leyes.

(Publicado en la revista Ideas sobre la Libertad, Año IV, Número 13, Octubre de 1963, editada por el Centro de estudios sobre la Libertad, págs. 38 a 49)

Bibliografía

Volver a la página principal y al foro de debate.